Pre-pandemia tenía un plan trazado en mi mente que consistía en largarme lo más lejos posible para buscar historias, probar alimentos nuevos y recetas diferentes, descubrir culturas, cosas que contar… En definitiva, aprender. Daba igual el dónde, aunque lo que sí tenía claro era que el destino debía estar entre Asia o Latinoamérica. Siempre he pensado que hay que irse cuánto más lejos mejor porque para irse cerca ya habrá tiempo (y, si no, que nos quiten lo bailao).
Los principales culpables de que hoy esté en Bolivia son mis padres. Ellos me enseñaron a ver el mundo con unos ojos distintos y a valorar la importancia de la riqueza de culturas. Que me regalasen por la Comunión a los 9 años -gracias a Dios, sin ser yo nada de eso- un viaje a Fez, es uno de los grandes motivos de que adore los choques culturales. En aquel momento pasear entre calles sucias, con olores fuertes y a la vez extraños, ver cabezas de ganado y camellos llenas de moscas colgando de los mercados, agobio entre sus callejuelas, mujeres veladas, los burros como transporte y una comida extremadamente diferente, no sabía lo que podría llegar a marcarme tanto (PD. Y lo mejor es que todavía estoy a tiempo de hacer la Confirmación).
Tras ese viaje, y unos cuantos más de su mano, llegó Utrecht. Y con él una serie de países con la mochila a la espalda y solo billetes de ida y vuelta. Con Marti en Cuba (2015) -queríamos ir antes de que muriera Fidel Castro- descubrimos que era posible viajar sin un itinerario previsto, con cuatro camisetas, unas deportivas, un bikini y algún pantalón. Nuestro plan de recorrer la isla se truncó cuando llegamos a aquel hostel que parecía Naciones Unidas. Pasamos mas días en La Habana saliendo de fiesta que viajando. Eso sí, lo que aprendimos, disfrutamos y nos reímos en aquel viaje, es oro puro. Cambiamos dinero en el mercado negro. Viajamos como cubanos -algo que ahora (y creo que en aquel momento también, pero no lo sabíamos) está prohibido, pues tienen moneda local y moneda para extranjeros-. Tuvimos largas charlas sobre la dictadura con Magnolia, nuestra casera, y siempre lo hacíamos dentro de casa para que no nos oyeran los vecinos -a los que les oían hablar sobre ello, desaparecían misteriosamente-. Y, entre otras mil cosas, llamamos a una casa colonial que se vendía para verla por dentro. Hasta ese momento, nunca un viaje nos había enseñado tanto. Teníamos 23 años y viajábamos sin Internet. Hacíamos llamadas perdidas a España para que supieran que estábamos sanas y salvas.
En Túnez profundizamos en la cultura árabe y aprendimos a respetarla desde un punto de vista complejo, necesario, distante y, por supuesto, no siempre de acuerdo. La tercera vez que fui a Marruecos me di cuenta de que, aunque pensase lo contrario, todavía llevaba unos cuantos prejuicios en la mochila. Quiero pensar que los dejé allí. Gambia nos demostró que la mayor solidaridad está en los países donde menos tienen. De India traje cosas que me ha costado años digerir, como sus extremados niveles de pobreza e insalubridad en la que viven. Sin embargo, allí me di cuenta de la terrible forma en que gestionamos la muerte desde Occidente. Y una regla muy básica que todavía no he aprendido muy bien: no hay que probar todo lo que venden en la calle.
Perú demostró por mucho que hablemos el mismo idioma somos completamente diferentes (¡y qué suerte y riqueza es eso!). Y también algo un poco feo que no he dejado de ver en Bolivia: el racismo dentro del propio país. En Tailandia descubrimos que en el primer mundo no estamos tan avanzados en respetar las diferentes entidades de género que existen -véase el término Kathoey-. Y en Colombia, que las historias personales en lugares de conflicto marcan no solo el devenir de un país, si no también personalidades y formas de vida.
Si bien es diferente, mi trabajo también ha jugado su papel en esta aventura. Comer sola en restaurantes. Alojarme en hoteles. Seguir cogiendo aviones y trenes y entrevistar a todo el que se cruce en mi camino… de algo ha servido. Pero, hacerlo al 100% sola y sin un itinerario previsto, era algo todavía a tachar en mi lista de to does.
Viajar sola llevaba años muy, pero que muy pendiente.
En una semana vuelo a Colombia, pero el itinerario que le sigue no está claro, aunque ya empiezo a tener una ligera idea de lo que quiero hacer antes de volver a España. Además, sola, lo que se dice sola, no estoy. Nunca antes he tenido a tantos amigos, familia e, incluso, desconocidos pendientes a mi alrededor.
G R A C I A S 💛
Ah, y el ladrillo blanco de arriba lo pienso cambiar cuando no tenga lugares a los que viajar o no haya más remedio, es decir, muera o me lo roben (aunque creo que no tengan narices a hacerlo).
De vuelta a La Paz
¿Después? No hay después. Porque después el té se enfría después el interés se pierde después el día e vuelve noche después la gente crece después la gente envejece después la vida se termina; y, después, uno se arrepiente por no hacerlo antes cuando tuvo la oportunidad.